Día 5: dos países, una frontera y decenas de historias

Hoy era el día en que volvíamos a Taskhent, capital uzbeka. La frontera la cruzaríamos por tren, y el trayecto sería de 8 horas y media (nada mal para escasos 300 kilómetros que las separan).

Pero antes de pedirle a nuestro somnoliento amigo de la recepción que nos pidiera un taxi para la estación, decidimos hacer unas últimas compras de comida para el viaje.

Encontré una tienda en la que vendían chuches por lo que decidí entrar. Entrar fue como viajar varios años atrás en el tiempo. La tienda estaba en penumbras (me imagino que por ahorrar luz). Todos los productos se encontraban acomodados de forma desordenada y con cantidad de polvo encima.

La persona que atendía el lugar era una anciana con un rostro acartonado por la edad, pero con una mirada jovial y amable que transmitía felicidad. Cogí unas galletas, botellas con agua y poco más. Lo puse sobre el mostrador, y veo que la señora mueve lentamente sus manos para buscar algo entre los cientos de cosas que había sobre el mostrador. Finalmente lo encuentra. ¡Era un ábaco! En todos mis años como viajero por 4 continentes nunca me había tocado que en una tienda me sacaran un ábaco. Y pues heme aquí, la señora, el ábaco, y yo. Con una destreza y velocidad impresionante, la señora mueve las pequeñas esferitas del instrumento con unos dedos que se antojan más bien de alguna adolescente.

En cuestión de segundos, me enseña el ábaco para indicarme cuánto le tenía que pagar. Obviamente me quedé atónito y me le quedé mirando a ella y a su antigua calculadora con cara de: “no tengo ni idea de cuánto te tengo que pagar”. La amable señora me miró, se sonrió, y con la misma destreza que había mostrado antes, hábilmente movió un par de esferas más. Y me volvió a mirar con una sonrisa buscando ver si yo estaba de acuerdo con el precio. La sonrisa de la señora no era una sonrisa de alguien que se sabe pillado haciendo trampa. Sino más bien era una sonrisa de amabilidad como diciéndome: “venga nietecito, te lo dejo más barato para que te puedas llevar tus dulces”.

Ante mi ignorancia del precio y falta de idioma para comunicarme, decidí pagarle con el billete más grande que tenía. La sonrisa se borró del rostro de la señora y velozmente comenzó a mover unas esferas para acá y otras para allá. Eran negocios y se tenía que ser serio. Una vez terminado el movimiento, la sonrisa volvió, y con ella, dándome el cambio. Toda una experiencia.

Una hora más tarde ya estábamos en la estación del tren. Para cuando llegó el nuestro, he de admitir que dentro de mí venía deseando que en la taquilla se hubiesen vuelto a equivocar y nos hubiesen vendido un billete de primera clase. De esta manera, no cargaría con el sentimiento de culpa de viajar en plan pijo, pero sí gozaría de sus comodidades.

Estaba muy equivocado. Subirme al tren fue como un balde de agua fría que me lanzaron y congeló mis antiguos pensamientos. El tren por dentro estaba lleno de gente, maletas, sábanas y cientos de cosas más. Difícilmente se podía caminar por los pasillos sin pisar algo o alguien. Todos eran uzbekos por lo que nosotros fuimos el centro de atención de todas las miradas y del silencio que se iba creando conforme íbamos pasando. Era como si fuéramos partiendo el bullicio con la espada de nuestra presencia.

Finalmente el acomodador nos indicó cuáles eran nuestros lugares. ¿Quería leer mi libro tranquilamente en la privacidad de nuestro camarote? Imposible hacerlo cuando 10 pares de ojos te están viendo fijamente.

Dije que mis pensamientos de viajar en primera clase habían quedado congelados al ver el panorama dentro del tren. Pero la verdad es que este hielo se fue derritiendo rápidamente con la calidez de la gente que estaba ahí dentro. Al poco tiempo la gente sacaba su poca o mucha comida que pudiera tener y la compartía con todos los pasajeros del tren, ya fueran uzbekos, kazajos, españoles o mexicanos.

Hicimos lo mismo. Sacamos nuestro alimento y comenzamos a repartirlo. Al poco tiempo ya nos encontrábamos entablando charlas con los pasajeros. Aunque eso sí, prácticamente la totalidad del tiempo con ademanes y palabras aisladas.

El tren venía desde Moscú. La gran parte de los pasajeros de este tren eran migrantes en situación irregular que vivían en Rusia para ganar dinero. Ahora ellos regresaban a su tierra, Uzbekistán, a visitar a sus familias. Muchos de ellos llevaban años sin regresar a su país, por lo que la expectativa era alta.

Ellos nos decían que sufrían de mucha discriminación en Rusia. Ellos eran esos migrantes a los que nadie quiere ver cuando están en un país ajeno. Esos migrantes sin papeles que suelen estar en el escalón más bajo de la clase social, y que están en la calle vendiendo (o intentando hacerlo) alguna película pirata, algunos calcetines de dudosa calidad, algún juguete, etc. Pero aquí estábamos nosotros, con ellos, escuchando sus historias de sus familias, de sus días en Moscú, y nosotros contándoles las nuestras.

Pero al final, hay que recordar que no todo es de color de rosa. Hay que recordar que hay muchas cosas ficticiamente creadas por el humano como son las fronteras, y que esas delgadas líneas imaginarias pueden marcar el crecer y vivir en un país con buena educación y oportunidades laborales, o terminar en algún cruce limpiando parabrisas y vendiendo chicles. Esas fronteras que se erigen como murallas imaginarias, que cruzarlas sin permiso ya es motivo de persecución. Nosotros nos estábamos acercando a la frontera con Uzbekistán. Se empezaba a notar cierto movimiento en el tren. La gente se levantaba de sus lugares y recogían sus cosas. Un empleado del tren pasó gritando algo por el pasillo y el tren se detuvo por completo todavía faltando varios kilómetros para llegar al punto de control fronterizo.

Lo que estaba pasando, es que ¾ partes de los viajeros eran inmigrantes ilegales. Eran uzbekos, pero no tenían papeles. Nunca debieron de haber salido de su país, ya que la mayoría no tenía un pequeño librito llamado pasaporte que se los permitiera. Al salir de Kazajistán se podrían meter en problemas al no mostrar documentación porque ¿cómo es que habían entrado ahí sin papeles?

A los gritos del empleado, la mayoría se levantó, cogieron sus cosas y se bajaron del tren corriendo. Vimos cómo todos iban corriendo cargando con sus cosas como fuera posible: bicicletas sobre los hombros, juguetes sobre las espaldas, enormes cajas con quién sabe qué adentro. La mayoría de todas estas cosas, regalos traídos de Moscú para sus familiares que hace años no ven. Unos metros más adelante, estaban unos autobuses esperándolos para cruzarlos por la frontera de vuelta a su país natal, por algún punto que no esté vigilado. Volviendo a casa como fugitivos.

Después de esta breve pausa de 5 minutos, el tren retomó su marcha, para volverse a detener unos minutos más adelante. Habíamos llegado a la frontera.

El cruce de frontera por tren es eterno. Son como dos horas para salir de Kazajistán, avanzas unos cuantos metros, y el tren se vuelve a detener, esta vez del lado uzbeko, casi otro par de horas.

Después de esto, Tashkent está muy próximo…

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